Su autor es San Ignacio de Loyola que la insertó en su libro sobre Ejercicios Espirituales. Pero es ahora una oración universal, que solemos repetir frecuentemente y quizás vencidos por la rutina.
En el Retiro Cuaresmal que el Sr. Arzobispo ha dirigido a los sacerdotes hace un comentario, una aplicación tan acertada de las invocaciones de tal plegaria, que nos parecen de mucho provecho para todos. Dice así: “Cuando nos sentimos desalentados, cansados o apáticos, digamos: Alma de Cristo, santifícame. Cuando nos faltan las fuerzas y no son pocas las limitaciones físicas, oremos: Cuerpo de Cristo, sálvame. Ante la tibieza, la falta de generosidad y de un compromiso cristiano mayor, recemos: Sangre de Cristo, embriágame. Ante el pecado, los malos hábitos y la mentira, proclamemos: Agua del costado de Cristo, lávame. Ante el dolor, las dificultades interiores o exteriores y los miedos, clamemos: Pasión de Cristo, confórtame. Ante la desgana en la oración, la fe apagada, y la lejanía de Dios, recemos: Oh buen Jesús, óyeme. Ante nuestra superficialidad, incoherencia, proclamemos: Dentro de tus llagas, escóndeme. En éllas, nuestros nombres están grabados. Cuando vivimos la afectividad espiritual y tenemos claridad de ideas, pero no estamos unidos a Cristo como la vid a los sarmientos, oremos insistentemente: No permitas que me separe de Ti. Cuando el mal nos circunda y nos empuja a perder nuestra identidad, nuestra oración ha de ser: Del maligno enemigo defiéndeme. En la hora de mi muerte llámame y mándame ir a Ti, para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos”.
Ahí van explicitadas las múltiples y confusas situaciones en que todos, de vez en cuando, nos encontramos. La oración ignaciana viene en nuestra ayuda. Hay que decirla meditando en la hondura de cada frase.