Es la celebración central del otoño. Los árboles de hoja caduca se desvisten de sus hojas. Como los humanos, que vamos cediendo ante el empuje de los años. Los árboles descansan en la espera de la nueva primavera. Como nuestros difuntos. Pero estos viven ya en la Eternidad de Dios.
De los mercados y floristerías sale lo más selecto y hermoso que los familiares pudieron elegir. Los cementerios se vuelven jardines.
En el bien diseñado camposanto carballés, hay una capilla que cumple el principio bíblico: “El verbo habitó entre nosotros” (Juan I, 14). Entorno a esta capilla – santuario la multitud de los devotos carballeses se congrega en los días 1 y 2 del mes de Santos y Difuntos. Cada panteón ha sido ornamentado por los suyos que, meditando, ponen unas flores como oraciones de íntima emoción.
Cada hermano diferente que entra en el camposanto tiene el privilegio de ser recibido por María, la Piedad, que lo acoge en sus brazos como hizo con Cristo al pie de la Cruz. Luego, lo conduce al nicho preparado como cuando llevó el Cuerpo de Jesús a la tumba abierta, en la breve espera de su inminente Resurrección.
El camposanto rebosa así vida, vencedora total, al fin, de la muerte. Cada cristiano que se acerca al cementerio percibe en el palpitar de su corazón este Misterio. El Mal no puede frustrar el bien que añoramos de forma insoslayable en nuestro interior.
Acuden los bergantiñáns a las sepulturas de los suyos: familiares y conocidos. Las iglesias parroquiales, en muchos casos, tienen a su vera el camposanto. El romántico poeta A. Bécquer, no podría decir refiriéndose a Bergantiños, aquello de “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”. No. Pues viven en nuestra memoria y corazón. En las esquelas, en las lápidas, leemos frases de eterna gratitud hacia los que ya partieron a la Patria, y, merecidamente, descansan en Paz. Amén