En el Castrillón de Lema

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Aquellas cumbres que los gallegos prehistóricos ocuparon como lugar de habitación, culto y defensa, mientras bajaban al valle y al río para cazar y pescar, fueron luego ocupadas por los invasores romanos en su estrategia militar, castrense. Les quedó este nombre. Son nuestros castros, que, si son grandes, serán castrillóns, si pequeños, serán castrelos.

Antes de la romanización, en aquellas cumbres, el sacerdote druída, en las noches de luna llena, oficiaba sus cultos al astro de la noche.

El cristianismo aportó la luz del Evangelio y en cada castro levantó un santuario.

Santa Elena lleva nombre griego. Significa resplandeciente como el Sol. La imagen del santuario lleva capa de armiño, como de clase real, corona y empuña la Cruz que la santa descubrió en el monte Calvario.

En el santoral hay también Santa Irene, así mismo del griego, que significa paz.

Los filólogos tendrán que explicarnos por qué, en la voz del pueblo, la consonante líquida de Elena (L) se convierte en la vibrante R de Irene.

Esta confusión afectó ya, en el siglo XVII a los amanuenses del visitador Jerónimo del Hoyo.

Antaño, el santuario estaba abajo, al borde de la ría. Allí sigue su fuente. Las aguas ofrecen poca hondura. El Sol las traspasa y crece una vegetación que alimenta a las aves limícolas que nos visitan en los tiempos que marca su calendario migratorio.

Retornemos a la cima. El horizonte es inmenso. Es la fachada atlántica más amplia que puede contemplar Bergantiños. A derecha e izquierda. Todo es belleza y armonía. El mar pugna por entrar o salir de la albufera de Baldaio. En la marea alta, todo es plenitud. Cuando el mar se retira, todo es esperanza en la pleamar siguiente.

El ritmo admirable de la Creación

 

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