Semana Santa – II

por parroquiacarballo

María se dispone a acompañar a Jesús a la sepultura. Empieza a crecer en ella la fe en la Resurrección de su Hijo.

A todo esto, hay un discípulo extraviado, dominado por la codicia y el error, atormentado, porque había entregado al Maestro. Las monedas que recibiera por su traición, le abrasaban las manos. Las arrojó, tomó una decisión: acabar con su vida.

Cuando estaba dispuesto a ejecutar la determinación de ejecutar ese plan suicida; cuando tenía la soga al cuello, por un instante tiende su vista, mira a lo lejos, y, entre nieblas, ve la silueta de las tres cruces enhiestas en la cima del Calvario. Ellas le recuerdan el arrepentimiento de un pecador que fue al instante perdonado: Dimas.

En la Cruz del centro estuvo el Señor Jesús que murió perdonando. Al pie de la Cruz, la Madre de todos.

Judas vacila, duda,… qué hará? Apretar la soga? No. Deshace el nudo, baja del árbol y se echa al camino, corriendo, con lágrimas en los ojos, con latidos intensos en el corazón. A veces, se pregunta, con esperanza: ¿llegaré a tiempo?

Corre, corre más, Judas.

Cuando llega están conduciendo el cadáver de Jesús a la tumba. Instintivamente, Judas echa una mano para ayudar.

Experimenta la convicción interior de que es perdonado, jamás rechazado. María es el amparo de Judas, siente paz ante la actitud del discípulo descarriado, pero arrepentido.

Todos quedan estupefactos. La sangre de Cristo y el dolor de su Madre operaron la transformación de Judas. Cruza una mirada con María y ella corresponde con ojos benevolentes, agradece y acepta la presencia inesperada de Judas.

El arrepentido apóstol queda meditando junto al sepulcro. Por su corazón, pasan los años vividos junto al Señor. Repasa las palabras de perdón con las que Jesús animaba a los pecadores. Las hace suyas. Sigue orando, meditando…

María baja del Calvario acompañada por Juan que la lleva a su casa. Allí está también María Salomé. María se interesa por los discípulos. Sabe de su vergonzosa huida.

En ese instante, alguien llama a la puerta. Abre Juan. Es Pedro, cabizbajo, lloroso, se postra ante María pidiendo perdón, que le anima y reconforta.

De nuevo, otra vez llaman a la puerta. Acude Juan y se encuentra con Judas que quiere arrodillarse ante María.

Se produce un silencio entrecortado por los suspiros de los reunidos. Pero María, en su condición de Reina de los Apóstoles. Madre de la Iglesia, serenamente a todos alienta y anima.

Pedro y Judas, los arrepentidos de sus caídas, pese a que fueron avisados por el Señor, se abrazan. María los envía a convocar a los demás Apóstoles.

Ahora, amados hermanos, podemos acercarnos nosotros. María, Nuestra Señora de los Dolores, quisiera tenernos en sus brazos en el trance de la muerte, como tuvo a Jesús.

Entreguémonos a ella. Madre, durante nuestra vida y en la hora final nos acogerá. Ahora nos quiere testigos de la Fe para nuestro tiempo.

Aunque extraviados, ella nos espera y en su regazo nos presentará a Dios Padre.

 

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